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Antes mis manos servían otro propósito. Con ellas me sostenía a ti cuando tropezaba y necesitaba apoyo. Tomaba tu rostro y acariciaba tus labios. Recorría tu cabello y tomaba tus rizos entre mis dedos. Ahora con ellas seco las lágrimas que aún lloro por tu partida, y tomo mis codos cuando abrazo mis rodillas mientras estoy sentada en la esquina de mi cuarto, temblando, con la cabeza gacha.
Mis manos son para preparar café en las mañanas cuando me levanto con los ojos y el rostro hinchados por el llanto, porque el día después de que te fuiste la vida no se detuvo. Con mis manos masajeo mi cabeza mientras me baño y paso delicadamente el jabón por mi cuerpo, tomándome mi tiempo y tratándome con el mayor de los cuidados, porque sé que me encuentro frágil.
Mis manos escogen la ropa holgada que hoy me pongo para estar en casa. Escriben la tesis que tengo pendiente y redactan los correos que tengo que enviar a mi asesor y a mi jefe del trabajo, disculpándome por no estar entregando mis tareas a tiempo. Explicándoles, tal vez en vano, que son momento difíciles, y prometiéndoles que mejorará mi desempeño.
Mis manos son para cerrar la laptop y tomar el teléfono para pedir comida mientras camino hacia el sillón, porque aún no tengo la energía ni las ganas para hacer el mandado y ponerme a cocinar. Las uso nuevamente para abrir la puerta y recibir la cena, tomar el control de la tele y encenderla, y acariciar a mi gata.
Ya en la noche, mis manos apagan las luces de la casa y destienden la cama. Encienden la lámpara de mi cuarto y toman la pastilla de melatonina y el vaso de agua que están sobre mi buró, porque todavía me cuesta dormir sin ti a mi lado.
En la oscuridad entrelazo mis dedos y rezo para que todo pase pronto. El duelo parece eterno, y no sé qué tanto más puedan mis manos continuar con esta rutina.
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